¡¡¡A DUELO POR UNA REINA!!!

Ya sea por lo lejos que nos quedan estas defensas de honor, o por lo barata que parece ser hoy en día el peso de la honra, el caso es que cuando escuchamos hablar de duelos por honor, nos parece algo totalmente caduco y trasnochado, más propio de épocas pasadas que poco tienen que ver con los tiempos modernos.
Hoy vamos a recordar uno de estos duelos que fueron protagonizados en las calles de Madrid por dos famosísimos escritores de su tiempo, como fueron Don Pedro Antonio de Alarcón y Don José Heriberto García de Quevedo.
El duelo tuvo lugar un 12 de febrero de 1855, pero pasemos primero por los pormenores, para saber el motivo de tan desmedido desenlace.
Don Pedro de Alarcón era por aquel entonces el director del diario El Látigo, el cual como su propio nombre indica, era muy propenso a atacar y vapulear de manera afilada y mordaz a la reina Isabel II y todo lo que tuviera que ver con ella.
Por otro lado el escritor venezolano García de Quevedo, era un fuerte defensor de la monarca y de todo su séquito, cosa que era latente en sus artículos de pomposo bombo, que publicaba en el diario León de España.
Debido a su dispar parecer de opiniones, ambos se hicieron unos enemigos irreconciliables y al más puro estilo Góngora y Quevedo, se cruzaron textos y misivas cargadas de fuego cruzado.
Como parecía que el tema no había forma de resolverse por las buenas, como hemos comentado, el 12 de febrero de 1855 decidieron enfrentarse por las armas, con la idea de zanjar el asunto de una vez por todas y limpiar el honor de cada cual.
Aquella mañana, tras anunciar el juez de duelo las reglas del mismo, ambos contendientes dieron los treinta pasos de rigor y tras tres palmadas dadas por el juez como autorización de disparo, Don Pedro se apresuró a disparar su arma preso del nerviosismo y su poca experiencia en el manejo de las armas.
El tiro fue muy desviado, momento que aprovecho Don Heriberto, muchísimo más experimentado, para con total calma, apuntar a su oponente que ya se encomendaba al reino de los cielos. Don Heriberto tiró de gatillo y de manera totalmente deliberada falló su tiro, salvando con este acto la vida de su rival dialectico.
Don Pedro, se auto reconoció perdedor de aquel sin sentido y se mudó a Segovia abandonando su casa y sus obligaciones en el periódico. Allí se refugió en la literatura y el reposo a intentar curar las heridas de su ego.
Pero lo más curioso es que Don Heriberto, con su tiro delibaradamente errado, no sólo consiguió el perdón de su rival, sino que consiguió que este reflexionara en su exilio voluntario, hasta el punto de convertirse años después en defensor de la tendencia conservadora que con tanta implicación había atacado.
Años más tarde el propio Pedro Antonio Alarcón reconocía este episodio con el siguiente texto.
“A los 21 años, caballero andante de la revolución y soldado del escándalo, luché cara a cara con el poder más fuerte de mi patria, para venir a verme una mañana de febrero, sólo en un campo desierto, a merced de mis enemigos, no sabiendo mi imperita mano defender mi vida, y debiéndola a una noble genialidad de mi contrario, mientras mis cómplices de redacción se lavaban las manos, o hacían todo lo contrario de lavárselas.
Pero si mi desengaño y mi pena fueron horribles, el escándalo había sido igual, cáteme Usted ya célebre en la villa y corte, cuando apenas me apuntaba el bozo, y consagrado demagogo por las mil trompetas de la fama, el mismo día que dejaba de serlo. Tan cierto es que aquel día acaeció algo muy grave en mi corazón y en mi inteligencia, que desde entonces, hasta que volví a publicar una idea política, deje pasar 9 años, toda mi juventud”
Y hasta aquí la historia de este duelo bastante desconocido para el público en general, pero que no me negaréis que tiene un encanto propio indiscutible. Espero que sirva esta entrada como moraleja, para quienes defienden sus posicionamientos políticos, más allá del respeto del contrario. Cuidado no os pase como a Don Pedro y deba vuestro contrincante indicaros cuales son las líneas que no se han de cruzar.     

Pedro Antonio de Alarcón. 

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