En los paseos que estamos haciendo por las
calles de Madrid, hemos visto distintos y variopintos motivos que han dado
origen a sus calles, como el error de traducción de la Calle Espejo, los celos
en Mesón de Paredes, o las distintas leyendas e hipótesis sobre la calle
Arganzuela, pero el protagonista de hoy es aún más extraña si cabe, pues es
posiblemente una de las pocas calles del mundo cuyo nombre se debe a un
timador, bueno en este caso a una timadora o curandera que trabajaba y vivía en
lo que hoy es esta calle sobre el siglo XVIII.
Según cuentan los historiadores, vivía en
esta calle que anteriormente se llamaba Calle de la Paloma Baja, una curandera
que respondía al nombre de Juana Picazo. Juana había sido adiestrada en las
cualidades sanadoras de hacer cataplasmas con un vaso de cristal, al que con
una vela se sacaba el oxígeno y al poner sobre la zona afectada producía un
efecto ventosa, que en teoría era sanador y curaba algunos males.
Aquel método novedoso comenzó a ser muy
popular entre la población madrileña, ávido de remedios nuevos que los sanasen
de sus dolencias y que les permitieran trabajar para mantener a sus familias.
El principal problema, no eran las
cataplasmas, que alguna cualidad sanadora se le ha otorgado a lo largo de la
historia y de hecho aún se siguen utilizando para algunas dolencias musculares,
el problema era que Juana cobraba por ello unas cantidades ingentes de dinero y
que desconocedora de cualquier otro remedio, las usaba para prácticamente cualquier
dolencia. Según decía ella los vasos que utilizaban habían sido propiedad de
San Isidro, por lo que eran capaces de curar cualquier dolencia, pues sus
beneficios venían por las cualidades mágicas que el santo había depositado
sobre ellas y no de la técnica en sí.
Como suele ocurrir con los caraduras y
timadores todo tiene un fin, por lo que en un momento dado sus clientes se
cansaron hasta tal punto, de las engañosas artes de Juana, que la raparon el
pelo, y subida a un burro la hicieron desfilar por las calles de Madrid, untada
con alguna sustancia pringosa, que habían embadurnado en sus ropajes para cubrirla
de plumas. De aquella guisa la fueron llevando por las calles de Madrid,
mientras que los engañados por la timadora la insultaban y golpeaban en su
recorrido.
No se sabe muy bien que acabó siendo de la
curandera, pero lo que sí está claro es que aprendió su lección o al menos que
nunca se volvió a saber de sus malas artes en las inmediaciones de Madrid.
Aun así, la casa y calle eran ya tan
conocidas por todos como “la de las ventosas”, que se quedó con el nombre hasta
nuestros días.
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