Hoy vamos a recordar la historia de
una señora cuyo recuerdo debemos a Mario Parajón de su libro “Cinco Escritores
y su Madrid”, pues sin dicho relato me temo que la historia de Doña Adriana
hubiera caído en el olvido.
En dicho libro nos describe retazos
de la vida y de la mirada de cinco escritores de la talla de Galdós, Azorín,
Baroja, Rubén Darío y Ramón Gómez de la Serna. Este último, nos describe como
en la Plaza de la Paja vivía una señora viuda, la cual no tenía el más mínimo
miramiento en contar a quien quisiera escucharlo de las desventuras que su
marido la había hecho padecer en vida.
Al parecer, el marido era un hombre
bastante aburrido, más preocupado por pasar horas en las fondas y cantinas que
por hacer vida marital. El tiempo que el señor pasaba en su casa, lo dedicaba a
realizar maquetas de barco que fabricaba el mismo, en vez de preocuparse por
los gustos y cuidados que su mujer hubiera deseado.
Doña Adriana por otra parte era muy
aficionada a la poesía y si bien su marido la había enamorado de joven
aprendiendo de memoria algún verso, una vez casados perdió el interés y no volvió
a recitar aquellos preciosos versos, ni a repetirlos con el fin de aprenderlo y
poder recitarlos de memoria.
Pero como os comentaba cuando Ramón
Gómez de la Serna cuenta este relato, Doña Adriana ya estaba viuda, por lo que
lo más jugoso de la historia está aún por llegar.
La viuda de vivaraz lengua y alma
poética, lejos de desconsolarse y pasar el resto de sus días sin mayor divertimento,
decidió dar vía libre a su afición, y que quiso inculcar aquella costumbre en
los niños del vecindario, por lo que era habitual que en su casa hubiera niños
a los que hacía recitar versos y más versos con el fin de aprenderlos y que el
virus de la cultura se inoculara en sus mentecitas. Tal fue el éxito de Doña Adriana
que llegó a organizar una escuela de arte dramático en su casa, a la que nunca
faltaban gran cantidad de chiquillos deseosos de disfrutar de las mieles de la
literatura.
Pero como estaréis imaginando algo
tendría que hacer Doña Adriana para que aquellos chichillos mostraran tanto interés
por la lectura, y es que Doña Adriana tenía establecido todo un sistema de pago
y diversión para aquellos que lo realizaran correctamente, por lo que les daba
un céntimo si eran capaces de recitar un verso de memoria y en el caso de que
alguno fuera capaz de aprender una poesía entera le permitía subir a una silla
para asomarse por la ventana y arrojar un vaso de agua al primer transeúnte que
por debajo pasara.
Aquello divertía enormemente a los
chiquillos y enfurecía de igual manera a los transeúntes, por lo que como es
lógico el método, aunque efectivo, no llego a perdurar demasiado y los vecinos
se empeñaron en conseguir que Doña Adriana cerrara sus puertas a la cultura y
tuvo que dejar su casa por sus inusuales métodos de motivación que había
empleado.
Y hasta aquí este guiño a Doña
Adriana, una historia que si bien no tenemos una total certeza de que fuera
real, no negaréis que sí que tiene muchísimo encanto.
Dibujo de José Luis Pellicer en el que muestra la Plazuela de la Paja en 1872.
(Fuente wikiwand)
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